Ernesto Mallo      
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Dioses, Monstruos y Súper- Héroes  

Los egipcios, griegos y gentes de otras civilizaciones de la antigüedad disponían de una multitud de dioses y semidioses para toda ocasión y para todos los gustos. Tipos celestiales con poderes increíbles, temperamentales, celosos, vengativos, bondadosos, terribles, a veces justicieros, llenos de apetitos a quienes les complacía bajar a la tierra a jugar con los humanos y las humanas. Aquellas hazañas, como bien lo supo interpretar el inefable Sigmund Freud, tenían una relación directa con las tres preguntas existenciales del homo sapiens: ¿De dónde vengo, para qué estoy, a dónde mierda voy? Eran tan interesantes y certeras aquellas mitologías para entrever los caminos del alma que, hasta el día de hoy, siguen hablándole al hombre actual y sospecho que lo seguirán haciendo hasta que el sol se apague. Imagino a aquellos hombres yendo al templo, que era como el cine de la época, para que les contaran las proezas de esos seres sobrenaturales sexuados y llenos de pasiones. Pero más tarde, para desgracia de la humanidad y la literatura, aparecieron los monoteístas, un solo dios (que también es tres, o que no se lo puede nombrar) que sorbieron lo más elemental de aquellas mitologías y redujeron las huestes celestiales a un puñado de ángeles, santos y profetas. Los nuevos sacerdotes no tenían capacidad para manejar un cantidad grande de actores en escena y transformaron la ópera olímpica en una comedieta de costumbres. Lo realmente perjudicial fue que el dios único y verdadero, perdió su su sexo y con él la alegría, ahora las virtudes estaban relacionadas exclusivamente con el sufrimiento. La felicidad se convirtió en algo que llegaría siempre y cuando hubiéramos sufrido lo suficiente en la tierra. Los templos de estos nuevos sistemas de creencia fueron las nuevas salas de cine a las que asistían los fieles para ver las películas que los sacerdotes querían contarles. Pero la imaginación de los nuevos directores estaba demasiado acotada por sus prejuicios. Démosle el crédito del estímulo a la creación y conservación de obras de arte religiosas, lo cual le dio aliento para que la audiencia soportase una nueva película repetitiva, carente de personajes secundarios significativos y aburrida. Se esmeraron con las nuevas salas, pero no le llegaron a la suela de las sandalias comparadas con la arquitectura de Egipto, Grecia o China, por nombrar sólo al trío más famoso. Habría que esperar al renacimiento, con su aporte de artistas-criminales, la revalorización del cuerpo y la sensualidad para que la cosa se pusiera un poco más divertida. Para alguien sin formación religiosa, como quien suscribe, el tema de la fe, es un misterio. La necesidad de la gente en creer en la existencia de dios es algo que no deja de admirarme. La potencia de la mitología siempre le resulta sombrosa a alguien que no da un céntimo por ninguna superstición, con perdón de la palabra. Las religiones tienen la capacidad de hacer obrar a la gente en contra de sus propios intereses e incluso en contra de su supervivencia, también de despertar las tendencias más destructivas y discriminatorias. Todas las guerras se hacen por dinero, pero en nombre de dios quien, como se sabe, siempre está del lado de los vencedores, pero eso sólo se sabe al final. Con el tiempo fueron las salas cinematográficas las que convocaron la atención de los creyentes. Las iglesias tradicionales no se demoraron en condenar a este formidable competidor que proponía unas ilusiones en movimiento, con música y diálogos. En las que se podía ver a los astros y estrellas del celuloide en un tamaño gigantesco, propio de dioses. No pudiendo competir con esta tecnologías, los celosos creyentes hicieron todo lo posible para apropiarse de las oficinas de censura. Como se sabe, la prohibición estimula el deseo. Perdieron la batalla. Pero no vaya a creerse que por eso disminuyó la necesidad de creer en lo más mínimo, por el contrario, la técnica cinematográfica vino a reforzarla y satisfacerla. Varios géneros fueron los abanderados de esta nueva forma de creer: El Terror, que propone la existencia de monstruos diabólicos dispuestos a torturarnos y a devorarnos, son el mal, el demonio contra el cuál el héroe lucha y vence casi invariablemente. Pero, aunque no venza, no importa, lo cierto es que el diablo existe y ya sabemos que sin el diablo, dios tampoco. Un subgénero Los Muertos Vivientes, además del morbo que supone despedazar a tiros, hachazos y bombazos a estos seres diabólicos, se da por sentado que la vida eterna existe, mito religioso por antonomasia. También contribuyen a esta idea Las de Vampiros. Del mito original y doloroso de un ser abyecto que está condenado a matar a quien ama, se pasó a tipos elegantes y distinguidos que sorben la yugular con exquisita atrocidad. Otra vez la vida eterna a condición de que no les dé la luz del sol o se los espante con un crucifijo, como a toda encarnación del demonio. Por un lado insospechado el cine vino a sostener las mismas creencias con un envase algo diferente. Hoy en día el género que triunfa es el de los súper-héroes. La multitud de dioses ha regresado por sus fueros. Tipos que vuelan o tienen fuerza descomunal o poderes increíbles o son indestructibles, siempre luchan contra el mal (el demonio) y nunca mueren (vida eterna). Pero estos nuevos dioses vienen refinados, descafeinados, edulcorados: Nunca cojen (follan), comen o se entregan a la sensualidad o el placer de los sentidos. Salvo alguno deshonrosa excepción, son tipos bastante ascéticos, como les gusta a los religiosos. Los no creyentes preferimos un cine más canalla, las policiales siempre escépticas; las películas de perdedores insignes; la visión descarnada de un Apocalypse Now; la tragedia futurista-existencial de Blade Runner; la gloriosa explicación del nazismo (esa otra religión que sigue dando su presente) que nos dio Bergman con El Huevo de la Serpiente; la magnífica The Joker, con su carga de resentimiento social. Todas películas en las que dios está ausente porque nos muestran que si alguna vez existió hace ya rato que nos abandonó. Amén.

Virus y Lateralidad


Ha pasado más de medio siglo desde que el psicólogo conductista maltés Edward de Bono inventó el concepto de pensamiento lateral. En su libro proponía el uso de un tipo de pensamiento que busca soluciones a los problemas sin seguir las pautas lógicas utilizadas normalmente, apoyándose en ideas que se salen de lo habitual y buscando caminos alternativos de resolución. Sostenía que se trataba de un tipo de pensamiento creativo, que escapa de las ideas preconcebidas. La idea era original, generó gran adhesión y cuantiosos royalties para el creador.

Para entender su éxito se debe tomar en cuenta que, en 1967 la cultura y la sociedad occidental estaban sufriendo enormes cambios. Los jóvenes de entonces se integraban a la lucha por el poder y se lo disputaban a la generación de sus padres. Las revueltas estudiantiles de USA, México, Francia y Argentina, entre muchas otras, se inscribieron en esa disputa. El flower power del movimiento hippie; la guerrilla, el uso de drogas para recreación, el rock 'n' roll, la resistencia al servicio militar fueron algunas de las banderas enarboladas por los irreverentes de ése momento. La religión no fue ajena a esos vientos de cambio, los jóvenes adherían masivamente a filosofías y místicas orientales en detrimento de las mitologías propuestas, fundamentalmente, por el cristianismo en todas sus variantes. El Islam dormía a la espera de su momento. La ciencia suministró un invento extraordinario que aportaría a esa revolución de las costumbres su costado más sensual y escandaloso: la píldora anticonceptiva. Eso y el descubrimiento de la penicilina, que ya era veterana en la batalla contra las infecciones, determinaron que también el sexo formara parte de las actividades recreativas. El embarazo no deseado y las enfermedades de transmisión sexual de la época quedaron acorralados en el rincón más oscuro de las iglesias. Las nuevas generaciones disfrutaron del más grande recreo sexual que ha conocido la humanidad. El sexo pasó de ser pecado a ser obligación.

Una definición de cultura particularmente interesante es la que postula que Cultura es la manera en que una comunidad resuelve sus problemas. La resolución de problemas es el tema permanente de la humanidad. La necesidad de defenderse de los predadores nocturnos lo llevó a aprender el manejo del fuego, la habilidad primordial que impulsó la evolución de la especie por encima de todas las demás. Le siguieron las herramientas, la rueda, la agricultura y la infinidad de inventos que el hombre produjo y sigue produciendo para resolver el problema de la subsistencia. Entre aquellos rudimentarios intentos a la sofisticación alcanzada en la actualidad por la imparable carrera de la ciencia y la tecnología no hay, en esencia, mayor diferencia. El impulso es el mismo, el objetivo es el mismo: resolver problemas. Sin embargo lo que ha quedado claro es que cada solución genera a su vez más problemas que deberemos enfrentar y resolver, creando más problemas en una espiral de crecimiento geométrico. El principal problema del hombre es la naturaleza, de la que se ha extrañado. Nuestro habitat, la tierra, es temperamental y violento, produce terremotos, tornados, glaciaciones, tsunamis y catástrofes para todos los gustos y disgustos. En los últimos años hemos descubierto el cambio climático como si fuera la primera vez que sucede. Del Riásico al Neógeno la Tierra ha sufrido cinco glaciaciones, en tiempos anteriores a la humanidad fue bombardeada con una lluvia constante de meteoritos. A algunas de las cuales se les atribuye la extinción de muchas especies. Frente a todos estos eventos cósmicos, nos creemos responsables de haber puesto en peligro el planeta y que debemos salvarlo. Pocas ideas son más demostrativas de nuestra soberbia y de la importancia que nos atribuimos. ¿Cómo podríamos nosotros salvar al planeta si aún no hemos aprendido a cuidarnos de nosotros mismos? Somos sólo una especie más, ni más ni menos importante que las lombrices o las hormigas y estamos sujetos al ciclo de nacimiento – crecimiento – reproducción y muerte como todas las demás y como todos los individuos. A la Tierra no la afectará que la inundemos de plástico, es un sistema cerrado que se auto-regenera, tiene toda la eternidad para hacerlo. Si una botella tarda cien o quinientos años en degradarse, no le importa, nuestro planeta tiene más de cuatro mil quinientos miles de millones de años. El planeta está bien, los que estamos jodidos somos nosotros quienes en la búsqueda de la comodidad y de soluciones para nuestra supervivencia lo estamos envenenado, haciéndolo inhabitable para nosotros. Las cucarachas y los alacranes heredarán el reino. Ya no estaremos allí para darnos cuenta de qué ha servido converirnos en la especie dominante del mundo. Pero es probable que la nuestra desaparición de la faz de la Tierra no esté determinada por alguna catástrofe natural o por nuestra propia polución. Esos seres minúsculos a los que llamamos virus y bacterias están por allí, al acecho, desafiando nuestras medicinas, nuestras vacunas, mutando constantemente, despistándonos, buscando la manera de vivir y reproducirse a nuestras expensas. Por lo general comienzan con gran virulencia con índices de mortalidad muy grandes, pero estos seres no son tontos; saben que la muerte de quien lo hospeda es también su muerte, entonces van atemperándose, haciéndose crónicos, van aprendiendo a convivir con su anfitrión. Pero ese proceso lleva tiempo. Lo que se teme es la aparición de uno de estos seres microscópicos tan potente que destruya a la humanidad antes de llegar a una serena madurez virósica o bacteriana. Es el temor que despierta hoy el coronavirus, como antes lo fue la gripe porcina o la aviar. A esas mutaciones no debe ser ajena la ingesta y consumo de vacunas, antibióticos y toda clase de drogas y medicinas. Otra vez nuestras soluciones como vehículo de nuestros problemas.


Pero volvamos al asunto de la lateralidad de mister de Bono. Lo que quizás haya sido una buena idea en el comienzo, es hoy fuente de problemas. Como su nombre lo indica, la lateralidad implica tratar a los problemas de una manera no frontal, de costado. El piscólogo popularizó su concepción a través de un libro titulado “El uso del pensamiento lateral”. La idea de que el pensamiento puede usarse es un tópico interesante pero esta es otra cuestión. El libro se tradujo a más de 80 lenguas y vendió cientos de millones de ejemplares. No es extraño al éxito del volumen una factura que los norteamericano aprecian sobremanera: el libro es una sistematización de lo obvio. Esta técnica la vi resumida en un afiche colgado en la oficina principal de una empresa en New York. Decía así:


Cuatro pasos para la resolución de cualquier problema:

1. Asuma que el problema existe.

2. Decida qué hacer al respecto.

3. Hágalo.

4. Ahora

De Bono continuó completando y reforzando su sitematización de lo obvio en otras publicaciones que fueron también éxitos de venta. Si un libro triunfa en USA, ha triunfado en el mundo y los escritos de de Bono lo consiguieron. El factor más determinante es que fue recibido con los brazos abiertos por el mundo corporativo, siempre necesitado de fundamentaciones dogmáticas que no lo parezcan. La idea se instaló como un concepto ineludible en eso que ha dado llamarse “cultura de empresa” y también “ciencias empresariales” y de allí se propagó al pensamiento y la cultura de occidente. Hoy llamamos “viral” a cualquier idea que se contagie y propague velozmente a través de las redes sociales. El mayor mérito, por llamarlo de alguna manera, de las ideas de de Bono consiste precisamente en haber inyectado un concepto viral en la cultura antes de que lo viral fuese un concepto. Es probable que esta teorización haya permitido a algunas corporaciones o personas resolver algunos problemas, lo seguro es que ha creado otros.

Esta imagen es de un aviso que promociona las ventas de sistemas de automatización. Observémosla: Los tres modelos son jóvenes, guapos y felices, esta es una constante de la publicidad, es raro encontrar avisos donde los modelos no lo sean. Su vestimenta es casual, no van demasiado acicalados, son la imagen de la modernidad. Están mirando una pantalla a la que vemos por transparencia y no cabe duda de que lo que observan los complace, que están teniendo éxito como resultado de su pericia tecnológica. Pero esos seis ojos están fijos en el mismo punto de la pantalla. No hay contacto visual ni físico entre ellos. Los dos modelos más próximos al espectador están colocados de costado y ambos usan gafas, el tercero, único a cara descubierta, está de frente, como los otros, no nos mira, estamos a su costado. Los tres y nosotros, los espectadores compartimos la lateralidad.

De una manera particular de enfrentar los problemas, la lateralidad se ha convertido en un inconveniente que plaga casi todas las actividades del ser humano del Siglo XXI. Es lateral lo políticamente correcto, que no es otra cosa que un disfraz de la hipocresía. Consiste en ocultar a través de los buenos modales las formas más insidiosas de la discriminación, del racismo y de otras tantas expresiones de odio, sin producir más que una conciencia superficial de lo que está mal decir. Se trata de una forma de censura que no pretende actuar sobre las causas sino enmascarar los síntomas. Son laterales las relaciones entre muchas personas. El psiquiatra japonés Tamaki Saito acuñó el término hikikomori que define como una forma voluntaria de aislamiento social o auto-reclusión, debido a factores tanto personales como sociales. La vida del hikikomori se desarrolla en una habitación de la que no sale, refugiándose normalmente en un mundo virtual, rodeado de videoconsolas e Internet, casos extremos de una relación lateral con el mundo. Esta lateralidad se expresa en el comercio: muchos hacen sus compras por Internet sin relación directa con el objeto adquirido hasta que un sub-asalariado lo deposita en la puerta de su casa; la comida se adquiere de la misma manera; relaciones amorosas se establecen por Internet; facebook no vacila en llamar “amigos” a personas que no se han visto jamás en la vida. Cada vez más las empresas fomentan que sus trabajadores desempeñen sus tareas desde casa. Se hacen diagnósticos clínicos y hasta intervenciones quirúrgicas a través de las computadoras. La informática hoy tiene un rol decisivo en las guerras, se mata más eficientemente y con menos riesgo utilizando el joystick que en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Existen las conferencias virtuales, el sexo virtual con la ventaja de que no contagia nada; en el súpermercado cada vez es más frecuente el uso de máquinas en reemplazo de las cajeras. El contacto humano está cada día más mediatizado, más lateral. Llevamos nuestras computadoras en el bolsillo y nuestro mundo está contenido dentro de ese aparatito que determina una estética dulzona de ositos de pelucha traicioneros. Cada día nos vemos menos, nos tocamos menos, nos interesamos menos por lo que el otro es y más por lo que representa. Nos hemos ido alejando progresivamente de la naturaleza, constituyéndonos en sus enemigos. No existe actitud más estúpida que ser hostil con algo que es tan infinitamente más poderoso que nosotros. Muchas veces tengo la sensación de que la naturaleza mira con condescendencia a estos hijos suyos que han salido tan tontos y molestos. Cada tanto nos lanza una advertencia huracanada o un aviso que hace temblar la tierra. Me pregunto si llegará el día en que se harte de nosotros y no sacuda de encima como el perro que se sacude las pulgas. No es la cuestión volver atrás, renegar de la tecnología y de eso que llamamos progreso, tal cosa es imposible. Los defensores del progreso tecnológico sostienen que la tecnología va a encontrar la solución a todos nuestros problemas. Esto no va a suceder, en el mejor de los casos, la tecnología producirá soluciones parciales que van a crear más problemas aún. A lo máximo que podemos aspirar con el uso de las herramientas de que disponemos es a una postergación de lo inevitable.

Un humanismo actual será el que propone que, mientras esperamos al cataclismo final, nos veamos más, nos acerquemos más, seamos más frontales, toquémonos más, seamos más sinceros, disfrutemos de lo que tenemos mientras dure, amemos más, produzcamos más y mejores libros, obras de arte y asociaciones festivas, seamos más solidarios, más compasivos, más generosos. No creo que esto evite nada de lo que el futuro pueda depararnos, pero hará el tránsito más noble, más alegre, más divertido. Si resulta que los augurios más negativos no se cumplen, habremos ganado en calidad de vida. Si efectivamente se cumplen, podremos sentarnos a contemplar el fin del mundo que será todo un espectáculo. Esto es como el asunto de Dios. Si el tipo existe, me perdonará porque ese es su trabajo, y yo me habré librado de cumplir sus maniáticas exigencias. Y si, como sospecho, no existe, entonces los dioses somos nosotros, estemos a la altura.