Héctor Bianciotti
de la Academia Francesa
En el Infinito de la Casa
Edouard Glissant
Mario Gurfein y el enigma de la lumbre
Por Alicia Dujovne Ortiz

Válery decía que siempre hay que disculparse cuando se habla de pintura, pero que existen importantes razones para no callar ya que "todas las artes viven de palabras: si se le saca al cuadro la posibilidad de un discurso interior, u otro, inmediatamente las más bellas telas del mundo pierden su sentido y su objeto".
Durante mucho tiempo pensé que había que contemplar un cuadro hasta pasar del "ver" al "saber". Pero, ¿saber qué, sobre qué?, ¿sobre lo que el pintor mismo ignoraba y expresaba en su tela?
En el prefacio de una de sus exposiciones parisinas, Gurfein observa que "la pintura, cuando está lograda, muestra haciendo sentir -y no ver- lo que no está mostrado. El sentido se encuentra allí, en lo que no está mostrado".
Confieso que nunca estoy seguro de percibir lo que no está mostrado, percibo más bien lo que la pintura despertó en mí. La pintura que propone una forma, un molde, a las obsesiones, a los recuerdos eclipsados, a todo tipo de sentimientos ambiguos. Le aporto al cuadro lo que no le concierne. Por eso el cuadro depende de mi mirada. Y, como el libro que se lee, la música que se escucha, cambia para mí en la medida en que las experiencias han modificado mi sensibilidad.
De entrada, frente a algunas telas de Gurfein se tiene la impresión de oír el último testimonio de una memoria que se apaga y, al mismo tiempo, gracias a la solicitud del pintor, de asistir al embellecimiento de algún desastre unánime. En sus paisajes nada esta en gestación; todo ha ocurrido ya; parecen subsistir sólo amenazas, parpadeos de un incendio lejano, indicios de un. último atardecer; el silencio reina sobre un mundo sin testigo alguno, excepto la luna, -la luna que observa y que aquí o allí se convierte en la cabeza de un decapitado, o se aleja, sonriente.
Así, arrellanada en un sillón, en un decorado lóbrego de subsuelo de sueño, una forma humana parece aún meditar, reducida al pensamiento, a la aridez de la metafísica; ya no espera a Godot; hay una puerta, puertas a veces, y vuelven al espíritu estos versos de Borges:

Como en los sueños,
detrás de las altas puertas no hay nada,
ni siquiera el vacío.

Como en los sueños,
detrás del rostro que nos mira no hay nadie.

Sobre la tierra devastada un árbol sin follaje ni pájaros, como iluminado desde bambalinas; o ese otro, semejante a un enorme ramo de rosas, que es quizás el último árbol del Paraíso.
Recuerdo la primera vez que vi alguno de estos cuadros: Me acuerdo que pensé en el abad Lemaître, Georges-Henri Lemaître, el astrofísico belga que fue el primero en concebir la expansión del universo, y estas pocas palabras suyas: "De pie, sobre un tizón más fino que los otros, asistimos a la lenta extinción de los soles"
Recuerdo también haber tratado, primero, de forjarme una historia y haber vuelto, súbitamente, a lo esencial, a la superficie: en la variedad de tonos acariciantes que encubren lo oscuro y lo sordo, toda una fuerza de tensiones matemáticas; y haber sentido que -como en todo verdadero artista- el estilo del pintor es fruto de la obsesión y del trabajo.
Aquí, sin ostentación y sin la menor falla, todas las partes de la composición están sometidas a la unidad del conjunto; es la composición -que bien pudo no haber sido prevista de antemano- el objetivo, el esqueleto de la obra, cuando ciertos toques se han transmutado en signos, cuando el ojo ha tomado conciencia del nacimiento de las formas que dibujo y color comulgan.
Existe una pintura en la que predomina et contorno, evidente, y donde el dibujo precede al color: de ello resulta una composición coloreada. Y otra, que va en busca de los contornos, los cuales forman parte de la "materia" que aporta luz y color. En los cuadros de Gurfein se diría que ese azul, ese amarillo, constituyen la capa extrema de un palimpsesto de colores y que la misteriosa claridad que de ellos emana es la que dibuja, en vez del pintor: ya no se siente el pincel.
Entre los cuadros más recientes de Gurfein hay un conjunto que ha sido inspirado por la serie de cartones de tapices y los "Caprichos" de Goya (que pueden verse en El Prado). Personajes primorosamente grotes-cos, desnudos, con cabeza de asno, en los que el modelado del cuerpo es a veces la abstracción hasta llegar a la luz de todo color, en particular el de una mujer sentada, de una sen sualidad que triunfa sobre la extravagancia burlesca, en conver sación con una silueta que podría ser su doble, o su sombra.
Y, como en los cartones de Goya, hay rosas. Sin ver los cuadros, el motivo de la flor puede parecer decorativo. Y más aun cuando se constata que Gurfein, a semejanza de su ilustre modelo, no elude el empleo de la rosa como ornamento -que es, no hay que olvidarlo, una proyección del deseo, como el melisma en música- a fin de lograr el aprendizaje de la rosa hasta mostrarla -bajo una luz oblicua de anunciación- o más bien "demostrarla" como una suerte de teorema: y es "la rosa que es la norma de la rosa", de Juan Ramón Jiménez, en el cielo de los arquetipos.
Paisajes desolados o rosas místicas, en la pintura de Gurfein hay algo terrible y delicado, afectuoso; el miedo y la sombra, un apetito de luz tenue y la nostalgia de la aurora, único momento, en suma, en que parece razonable soñar con la Creación.

La primera visión que tuve de la pintura de Mario Gurfein es la de una casa, quizás un castillo, o una casa grande, o un rancho tenso sobre su lodo, y vi también una ventana, alta ojiva de misterio o simple ranura entre dos trozos de madera o de chapa, y en todo caso esta ventana, este corredor de lo desconocido, sig nificaba para mí el corazón de la casa, manifestaba la presencia en el paisaje, pero también la ausencia, el secreto que esta casa de miseria o esplendor, escondía tan suavemente.
Entré, entonces, en esta historia fronteriza, entre el adentro y el afuera, yo era el personaje errante, trovador o cortador de cañas, o simplemente portador de sueños, que meditaba la herida de la piedra y la madera, no veía más que la ventana, y sin embargo la casa estaba ahí. Yo estaba ocre o marrón de todas las penas del día, contemplaba el azul y el violeta tiernos que se entregaban colgados a la pared o desgarrados en la noche.
¿Estaba solo o acompañado por un amigo? ¿Quería comentarle a un niño la alquimia de esos espacios?
¿Había notado las personas que se movían sombríamente en las aberturas de esas habitaciones, como fantas mas de un pasado desconocido o como lunas de desesperanza?
La historia me llevaba. Yo tomaba la misma forma de aquello que estaba mirando a través de las fisuras, me convertía en espectáculo de pintura al mismo tiempo que en espectador, mis marrones y mis ocres cotidianos se intercambiaban con esos azules y violetas del sueño, súbitamente yo era una guitarra cubista redonda donde se abría qué? Una ventana, por supuesto. Y finalmente me volvía transparente, lago de azul sembrado de espumas y también silueta solitaria, sobre el fondo de esa realidad que había expulsado de mi palabra, amarillo casi azafrán y marrón todavía tibio.
Esta historia que me transformaba me enseñaba también a ver alrededor.
Sabemos desde hace poco que la obra pictórica ignora los desacuerdos entre realismo y abstracción. Adivinamos, mas bien, un juego de reflejos entre la captación bruta de aquello que vuelve nuestro mundo salvaje y el ascenso lento, diferido, de aquello que podría aportarle una esperanza.
La violencia explotando en la tela es, quizás, demasiado literal, y demasiado repetitiva de nuestro caos-mundo, para que podamos soportarla y el descubrimiento ensordecido de las turbulencias de este mundo, la trituración paciente de sus fondos corren el riesgo de dejar huir, lejos, una potencia que necesitamos para tratar de entender el caos.
Lo que se resumiría por ejemplo en esta fórmula exagerada : "El arte del grafitti, a veces, no es más que tautología, el hiperrealismo a menudo no esconde nada bajo sus símbolos" por considerar dos formas recientes de representación.
Aquel hace explotar hasta el infinito sus signos, éste infla en vano sus significados. El ojo penetra entre los dos.
Las casas de Gurfein, y sus alrededores abandonados, me parecen ser ese lugar : donde la potencia del lento descubrimiento al que todo artista se entrega, concuerda con la inocencia de nuestras violencias, escondiéndolas sin embargo, detrás de un teatro silencioso.
Las ventanas abren un canal entre esas dos necesidades de nuestra visión, es lo que, hoy llamamos, ingenuos: hacer interfaz.
Reconozcamos más bien, que se traman un infinito de faces, todas las faces de nuestra condición: las máscaras de mil espejos explotados, donde dudamos mirarnos y los humildes y tenaces reflejos que sorprendemos alrededor, que nos permiten reflexionar.

Long Island, mazo de 2000

La exposición de las últimas obras de Mario Gurfein, argentino radicado en París desde hace largos años, en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, a partir de 12 de agosto próximo, amenaza con volverse un acontecimiento tan importante como lo fue su última muestra en la Maison de l´Amerique Latine de París en el pasado noviembre. Una muestra que despertó emociones fuertes, como si su aparente sencillez resultara un escándalo.
Y, sin embargo, nada menos agresivo que esos olivos solitarios, canosos, perdidos en la llanura, iluminados por una doble luz, la del cielo y la suya; o que esos ranchos frágiles – dos trozos de cartón donde se acentúa el fenómeno de la enigmática fuente luminosa-; o que esos paredones a los que el pintor ha llamado El Mundo. La agresión, si la hay, no consiste en otra cosa que en poner al espectador ante su propio desamparo. Y la benevolencia (cierto es que relativa), en abrirle puertas y ventanas de un mundo apaciguado y hasta amable, un mundo como al cabo del tiempo que le renueva una memoria incierta: ¿qué era lo que había pasado aquí?, ¿qué catástrofes sucedieron en estas tierras sembradas de hilachas y de jirones suaves, recubiertas de, como suele decirse, un “manto de olvido”?
La pregunta parte de la misma extrañeza que generan algunos sueños, cuando tenemos la impresión de haber estado antes allí, sobre la obra de Gurfein, Héctor Bianciotti ha escrito: “En esos paisajes nada está en gestación; todo ha tenido ya lugar”. Hay en ellos una historia sobreentendida que, en el fondo, algo nos dice: por eso nos intriga. Las cenizas de la pasada (o futura hecatombe han borrado las pistas. Subyace una luz casi gris o ni siquiera rosa que sale de las casas y las nubes, y que es misteriosamente la misma.
Quizá lo más desconcertante sea que la presencia de esa luz y hasta de gente borrosa en la ventana no evoque el fuego de los hombres. Es una intimidad inaccesible: nosotros no entraremos en ese rancho, abierto, pero vedado; iluminado, pero donde no nos esperan. La lumbre que aún parece brillar en el rescoldo de un fogón escondido, a la vez inabordable y cercana como el relámpago en sordina del interior de un ópalo, no proviene de una brasa, o no directamente. Un reflejo lunar invita y disuade. Tampoco la gente de la ventana, ubicada a una altura improbable, se halla al alcance de la mano: la falsa perspectiva la vuelve intocable. Esos seres confusos son los prisioneros de una ventana voladiza. Ellos a nosotros no nos miran, pero se ofrecen en espectáculo: cuadros religiosos llenos de una antigua dignidad.
Al ambiguo trazado de la ventana en vilo se le une la teatralidad de estas escenas silenciosas pero dramáticas, con su incendio extinguido y su clamor callado. El drama que imaginamos ha quedado lejos (a menos que todavía no se haya producido), y todo ha sido reconstruido, pero de un modo pobre, precario, como para dar la ilusión de que es cierto. La representación esmerada, está roída por su fragilidad. Sin embargo, el techo del rancho, sostenido por dos palitos, no se vuela: no hay viento en este lugar, sólo un aliento suspendido. Y el olivo quemado no se cae: alguien lo ha vuelto a juntar, a armar, con aplicación, con minucia, con ternura, con una suerte de fe entre irónica y desesperada, decretándolo olivo y dándole forma de capa redonda donde perduran atisbos de hojas. El simulacro no es perfecto: es conmovedor. La luz del cielo aprueba y hace de aureola.
Me di cuenta de que esta pintura le concedía a su espectador el derecho al relato cuando me oí a mí misma preguntarle al pintor: "¿A qué hora son estos cuadros?", y cuando Gurfein me respondió: "A la hora de ellos". Y, asimismo, cuando agregué que él se hacía preguntas, que no sabía las respuestas, que la incertidumbre quedaba en pie, y que para él un cuadro estaba "hecho" cuando se encontraba en presencia de algo que antes no existía. "Yo también me cuento cuentos, como los chicos", dijo, y aludió a su infancia de niño prodigio (violinista y pintor a los ocho años), y a tres influencias mayores que lo marcaron para siempre: el violín de su padre, que lo hilaba a una histo­ria de rupturas y desapariciones, Paul Klee y la cueva de Alí Baba.
Tres influencias que aparecen de la manera oblicua, o secreta, en que las cosas suelen hacerlo en la pintura de Gurfein. Así, por ejemplo, en las telas desgarradas con que construye sus esculturas de hombres en harapos, y en esas otras que en sus cuadros yacen por tierra, acaso pueda rastrearse alguna pudorosa alusión al exilio judío. Así como en la caverna del tesoro, y en Klee, quizá pueda hallarse et origen de esa particular fosforescencia que ilumina los colores, o su ausencia ("a veces son sólo grises que parecen colores", dijo), en estos cuadros de notoria escasez y de tesoros ocultos: colores alumbrados desde adentro, desde abajo, desde atrás, nunca desde la superficie. Bajo el suelo ceniciento y los hilos rotos, el arcén de las joyas.
Este resplandor interno, como de cielo que no se decide ni a clarear ni a refucilar, tiene, además del misterio, una explicación técnica: Gurfein trabaja despacio, con materiales de otras épocas. La témpera casera utilizada es una cola transparente derivada de la leche. Y es verdad que algo lechoso perdura en los jirones, esta vez no de tela, sino de niebla, que en parte borran sus muros llamados Mundo, y a los que él no considera niebla, si no aire: "Es una energía que se desplaza en el aire. Yo esas cosas las veo y no puedo pintar de otra manera". Por lo demás, su pintura está hecha con nada. La materia casi no existe, las formas se reducen a un redondel para el olivo y la luna, a un cuadrado para el techo y la pared. Nada. Cito de nuevo a Bianciotti : "Ya no se siente el pincel".
He dejado para el final los paredones bajos llamados Mundo, por la inquietud que suscitan. Esos muros recorren a lo ancho el cuadro, apaisado y de importantes proporciones. Por encima, el cielo; por abajo, la tierra, y en el medio, desplegada, una sucesión de paredes: como en un versito infantil, cosa que la terrible inocencia de estos cuadros, en efecto, recuerda. "Era peligroso –dijo Gurfein mostrándome uno con las murallas rojas–, podía parecer una bandera." Podía, pensé, pero no lo ha hecho. Es que el peligro no viene del raja, un problema milagrosamente resuelto por e1 pintor entre dos planos de verde.
El riesgo viene de entender que tras esas paredes fáciles de escalar no hay nada. No vale ni la pena atravesarlas. Nadie nos espera tampoco aquí.
"¿Nunca pintás personajes?", le pregunté, para esquivar la sensación de nada y nadie. "Sí –me contestó–. Estos son todos personajes: los ranchos son autorretratos." Observé su cabeza, redonda y blanca, y me dije que el olivo canoso también lo era: un autorretrato en forma de olivo. Así, pues, había que pensar que todo esta transcurría exclusivamente en la cabeza del pintor y no en la nuestra, que nunca había sucedido en otro lado, que nunca sucedería, y que, en definitiva, para limitarse a lo evidente, la gran verdad de esta obra pictórica estaba en su condición magistral.